miércoles, 7 de abril de 2010

Arnold Paole, el vampiro de Medvedja

Medvedja, Austria. Principios del siglo XVIII

Curtido en el campo de batalla, acostumbrado a matar y a ver morir, Paole era un hombre rudo, en cierto modo despiadado, pero que a estas alturas de su vida estaba cansado; hastiado de defender la tierra para que otros, en la corte, pudieran disfrutar de sus acomodos.
Además, las soldadesca que compartía infortunio con él en la trinchera, le había oído en más de una ocasión narrar una historia que no por sorprendente, en esos tiempos, dejaba de tomarse como cierta. Arnold Paole afirmaba que años atrás, cuando se ganaba la vida como soldado de fortuna, en una población llamada Gossowa sufrió el ataque de un supuesto vampiro. Él, consciente de su fortaleza y del horrendo futuro que le aguardaba de no poner remedio, optó por perseguir al temible ser, y una vez alacanzó su sepultura lo desenterró, le cercenó la cabeza y mezcló la sangre que fluía como manantial con la tierra que cubría la caja. Fue entonces cuando en una escena indescriptible, el hajduk comenzó a comerla, a devorarla con el ansia del que se sabe ante los últimos instantes de suexistencia; de que su alma, a partir de esa jornada, iniciaba un lento e imparable descenso hacia la oscuridad.


Años después regresó a su patria con su particular cargamento de miseria, y durante un tiempo se dedicó a las labores del campo, olvidando los duros trances que le regaló el destino.
Una mañana, ya en 1726, se disponía a cargar el heno en un gran carro, cuando éste se desplazó cayendo a plomo sobre nuestro infortunado protagonista, causando tales destrozos en Paole que a éste no le quedó más remedio que morirse. Enterrado con pocas lágrimas en el cementerio de Medvedja, al cabo de tres semanas ocurrió lo que nadie hubiera deseado jamás. Primero una muerte; después otra… y así hasta un total de cuatro parroquianos que fenecieron entre fiebres y alucinaciones, no sin antes gritar que el causante de tanta penuria era un habitante de las tinieblas, que levantándose de su tumba cada madrugada les extraía la sangre, provocando un estado de anemia del que no pudieron escapar. Y su nombre era Arnold Paole, el hajduk enterrado días atrás.
Con los cuerpos aún calientes y esas palabras retumbando en la sien, las autoridades de la población dieron las pautas a seguir para desvelar tamaño enigma. Así pues, los gitanos atravesaron la puerta del camposante. La lluvia arreciaba, apagando el fuego purificador de las antorchas; invitando a los profanadores a que marcharan de allí, porque la oscuridad que vestía este campo de muertos iba más allá de los que se percibía a simple vista.
Protegidos por la sombra de la cruz, llegaron al sitio en el que yacía Paole. Con más miedo que firmeza empezaron a excavar, apartando las escorias. Y por fin tocaron madera. El silencio se apoderó del lugar, tan sólo roto por las gotas de lluvia y su monótono golpear contra las cruces retorcidas. Había que hacerlo, y así se hizo… Uno de los intergrantes de la siniestra comitiva abrió el ataúd, saliendo al instante despavorido del agujero. Porque allí, a un par de metros bajo la tierra removida, se encontraba el cuerpo de Arnold Paole, con las uñas crecidas, barba de varios días y el rostro sonrosado, como si estuviera disfrutando de un plácido sueño.

Los presentes llegaron a la conclusión de que se encontraban ante un vampiro, causante además de lo que, de no pararse, podía acabar siendo una pavorosa epidemia. De este modo, siguiendo protocolos nunca escritos, atravesaron su corazón con una estaca de fina punta, ante lo que el horrendo ser reaccionó convulsionándose salvajemente, intentando atrapar a los que sin pronunciar palabra contemplaban la escena, vertiendo sangre a mansalva como si fuera una gigantesca sanguijuela.
Después cortaron su cabeza y quemaron el cadáver, repitiendo a continuación la operación con las cuatro víctimas de Paole. Aparentemente había logrado acabar con el mal, atacando directamente a la raíz del mismo. Aparentemente…
El 7 de enero de 1732 los médicos militares, encabezados por Johannes Fluckinger, enfilaban el último tramo que les habría de llevar a Medvedja. Una vez allí se reunió con las autoridades del pueblo. La situación era peor de lo imaginado. Los terribles episodios de 1726 parecían retornar.
En la difícil misión le acompañaban dos oficiales: los tenientes coroneles Büttner y von Lindenfels, y dos expertos cirujanos militares: los doctores Siéguele y Baumgarten. Las informaciones que con cuentagotas habían llegado a la capital del imperio indicaban que sería necesario analizar varios cuerpos afectados por la misteriosa enfermedad. Y así, sin más dilación se pusieron manos de a la obra.
En apenas tres días habían fallecido 17 personas, y todo apuntaba a que de no dar con el causante de la masacre, en las próximas horas continuarían las muertes.
La escena se repitió una vez más: acompañados de varios gitanos y de las autoridades locales fueron abriendo, una a una, las tumbas de los atacados. Y en ellas hallaron cinco cuerpos en avanzado estado de descomposición, mientras que los doce restantes permanecían incorruptos, con la piel rosada y los órganos internos repletos de sangre sin coagular. A todas luces se trataba de vampiros, o al menso eso concluyeron a la luz de los candiles de aceite, ordenando a los gitanos que quemaran los cuerpos, previo desarrollo de los pasos sobradamente conocidos.

Meses después, el doctor Fluckinger dejó constancia de los desconcertantes sucesos en una obra ya clásica, en la que por primera vez se usó el término “vampiro” para designar a estas letales alimañas nocturnas. Su título: Visum et Repertum, que tras relatar todos los hechos relatados, concluía del siguiente modo:

“Tras el examen, las cabezas de los vampiros fueron cortadas por los gitanos locales y después se quemaron junto a los cuerpos, tras lo cual las cenizas fueron arrojadas al río Morava. Los cuerpos descompuestos, sin embargo, fueron devueltos a sus sepulcros. Todo lo cual atestiguo junto con los médicos castrenses auxiliares que me fueron adjudicados (…). El abajo firmante atestigua que todo lo que como médico castrense del Honorable Regimiento Fursstenbusch ha observado en materia de vampiros, junto a los médicos castrenses que firman con él, es verídico y se ha realizado, observado y examinado en nuestra presencia. Para confirmalo estampamos nuestra firma de nuestro puño y letra.”
Belgrado, 26 de enero de 1732.

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