El 27 de enero de 1879, apareció una extraña historia en el “Semanario Pintoresco Español”. La historia ofrece todos los ingredientes propios de esta sección. Reproducimos íntegramente el texto original.
“En el pueblo de Liérganes (Montañas de Santander) nació este nadador extraordinario llamado Francisco del la Vega Casar, cuya peregrina historia, al no estar autorizada con muchos testimonios fidedignos, sería preciso desterrar al país de las fábulas. He aquí el extracto de las relaciones que hacen de este fenómeno dos testigos oculares, veraces e ilustrados.
Desde sus tiernos años manifestó este hombre mucha inclinación a pescar, a estar en el río, y una grande habilidad para nadar. A los quince años de su edad paró con el objeto de aprender el oficio de carpintero a la villa de Bilbao, en donde permaneció dos años hasta la víspera de San Juan de 1764, en cuyo día se fue con otros compañeros a bañarse a la ría. Dejó su ropa con la de los demás, y nadando en dirección al mar desapareció de su vista; le esperaron pensando que volvería; pero la tardanza les hizo creer que se había ahogado, y en tal concepto se participó este suceso a su madre, que le lloró por muerto.
Cinco años después notaron unos pescadores de Cádiz, que se hallaban en alta mar, una figura al parecer humana, que se mostraba fuera del agua, y se sumergía al acercarse a ella. Deseosos de averiguar que cosa fuese, salieron otro día, y procuraron atraerle con pedazos de pan que le arrojaban a alguna distancia, observaron que los cogía con la manos y los comía. Empeñados con esto en el deseo de pescarle, creyeron conseguirlo juntando muchas redes y usando del mismo cebo, y al fin lo lograron. Llevaronle al convento de San Francisco de aquella ciudad, en donde le hicieron muchas preguntas en diversos idiomas, pero no respondió a ninguna, ni se le oyó pronunciar una palabra. De esta taciturnidad pasaron a colegir estaba poseído por algún espíritu maligno, en cuyo concepto le conjuraron algunos religiosos. Por fin, después de algunos días, pronunció la palabra Liérganes.
Con este indicio se pidieron noticias a este pueblo, y recibidas se determinó un fraile franciscano a apurar por sí la verdad de un acontecimiento tan extraordinario. Salió con el mozo, y llegando al monte llamado de la Dehesa, que dista de Liérganes un cuarto de legua, le hizo seña de que siguiese adelante y guiase. Ejecutólo de suerte, que sin extraviarse un paso entró en casa de su madre. Esta y los hermanos del nadador le conocieron al punto, haciendo con él las naturales demostraciones de cariño; pero él se mantuvo inmóvil sin corresponder a ellas en manera alguna.
Nueve años permaneció en compañía de su madre, siempre con un trastorno intelectual que se acercaba al idiotismo, siendo así que antes de su desaparición manifestaba una regular capacidad. Andaba siempre descalzo. Tabaco, pan, vino eran las únicas palabras que pronunciaba, pero sin propósito. Si se le preguntaba si lo quería, no contestaba. No solicitaba la comida, pero si se la ponían delante o si veía comer y se lo permitían, comía y bebía mucho de una vez, y después no volvía a hacerlo en tres o cuatro días. Si se le mandaba llevar algún papel de un pueblo a otro de los conocía antes de irse, lo ejecutaba con gran puntualidad, y siempre silenciosamente. En una ocasión le enviaron a Santander con un papel para un caballero de este pueblo, y no hallando el barco de Pedreña se arrojó al mar, y pasó a nado una legua que hay de travesía desde este embarcadero a Santander. Mojado como salió entregó el papel. El sujeto a quien iba dirigido le hizo secar para poder leerlo, y aunque le preguntó cómo estaba de aquella suerte, no respondió nada. Por el mismo rumbo volvió puntualmente la contestación. Iba a la iglesia si veía ir a otros, o si se lo mandaban; pero en el templo de nada hacía caso, ni se le notaba atención alguna a la misa y demás funciones eclesiásticas.
Al cabo de los nueve años desapareció, sin que después se supiese cuál fue su paradero. No entraremos en largos comentarios acerca de esta historia.
Las dificultades que naturalmente sugiere su lectura, relativas al modo con que este hombre pudo acostumbrarse a un género de vida tan extraordinario, rompiendo la cadena de sus hábitos, y al de ejecutarse las funciones del sueño etc. Hacen sensible que su estado cercano al idiotismo haya privado de los datos necesarios para resolverlas, deduciendo consecuencias tan curiosas como interesantes. Haremos solo una observación. Este hombre conservaba fielmente la memoria de los lugares, cosa tanto mas notable, cuanto esta reliquia de inteligencia aparece casi aislada. Unida esta circunstancia a las consideraciones que ofrece su larga vida marina, ¿no haría presumir que acaso este hombre no hizo mas que obedecer al gran predominio del órgano de las localidades? Cuando este órgano tiene un desarrollo excesivo la afición que tienen algunos a la vida errante y la pasión a los viajes. Los hombres que están dotados en grado eminente de esta facultad, por viajar todo lo sacrifican, fortuna, riesgos, cariño, nada les detiene, nada puede reprimir su inclinación irresistible. Por lo que hace al caso presente, nuestra presunción no pasa de mera conjetura; pero a ser fundada, ¿no podrían los frenólogos reclamar este hecho como uno de los muchos que apoyan su luminosa doctrina?”
“En el pueblo de Liérganes (Montañas de Santander) nació este nadador extraordinario llamado Francisco del la Vega Casar, cuya peregrina historia, al no estar autorizada con muchos testimonios fidedignos, sería preciso desterrar al país de las fábulas. He aquí el extracto de las relaciones que hacen de este fenómeno dos testigos oculares, veraces e ilustrados.
Desde sus tiernos años manifestó este hombre mucha inclinación a pescar, a estar en el río, y una grande habilidad para nadar. A los quince años de su edad paró con el objeto de aprender el oficio de carpintero a la villa de Bilbao, en donde permaneció dos años hasta la víspera de San Juan de 1764, en cuyo día se fue con otros compañeros a bañarse a la ría. Dejó su ropa con la de los demás, y nadando en dirección al mar desapareció de su vista; le esperaron pensando que volvería; pero la tardanza les hizo creer que se había ahogado, y en tal concepto se participó este suceso a su madre, que le lloró por muerto.
Cinco años después notaron unos pescadores de Cádiz, que se hallaban en alta mar, una figura al parecer humana, que se mostraba fuera del agua, y se sumergía al acercarse a ella. Deseosos de averiguar que cosa fuese, salieron otro día, y procuraron atraerle con pedazos de pan que le arrojaban a alguna distancia, observaron que los cogía con la manos y los comía. Empeñados con esto en el deseo de pescarle, creyeron conseguirlo juntando muchas redes y usando del mismo cebo, y al fin lo lograron. Llevaronle al convento de San Francisco de aquella ciudad, en donde le hicieron muchas preguntas en diversos idiomas, pero no respondió a ninguna, ni se le oyó pronunciar una palabra. De esta taciturnidad pasaron a colegir estaba poseído por algún espíritu maligno, en cuyo concepto le conjuraron algunos religiosos. Por fin, después de algunos días, pronunció la palabra Liérganes.
Con este indicio se pidieron noticias a este pueblo, y recibidas se determinó un fraile franciscano a apurar por sí la verdad de un acontecimiento tan extraordinario. Salió con el mozo, y llegando al monte llamado de la Dehesa, que dista de Liérganes un cuarto de legua, le hizo seña de que siguiese adelante y guiase. Ejecutólo de suerte, que sin extraviarse un paso entró en casa de su madre. Esta y los hermanos del nadador le conocieron al punto, haciendo con él las naturales demostraciones de cariño; pero él se mantuvo inmóvil sin corresponder a ellas en manera alguna.
Nueve años permaneció en compañía de su madre, siempre con un trastorno intelectual que se acercaba al idiotismo, siendo así que antes de su desaparición manifestaba una regular capacidad. Andaba siempre descalzo. Tabaco, pan, vino eran las únicas palabras que pronunciaba, pero sin propósito. Si se le preguntaba si lo quería, no contestaba. No solicitaba la comida, pero si se la ponían delante o si veía comer y se lo permitían, comía y bebía mucho de una vez, y después no volvía a hacerlo en tres o cuatro días. Si se le mandaba llevar algún papel de un pueblo a otro de los conocía antes de irse, lo ejecutaba con gran puntualidad, y siempre silenciosamente. En una ocasión le enviaron a Santander con un papel para un caballero de este pueblo, y no hallando el barco de Pedreña se arrojó al mar, y pasó a nado una legua que hay de travesía desde este embarcadero a Santander. Mojado como salió entregó el papel. El sujeto a quien iba dirigido le hizo secar para poder leerlo, y aunque le preguntó cómo estaba de aquella suerte, no respondió nada. Por el mismo rumbo volvió puntualmente la contestación. Iba a la iglesia si veía ir a otros, o si se lo mandaban; pero en el templo de nada hacía caso, ni se le notaba atención alguna a la misa y demás funciones eclesiásticas.
Al cabo de los nueve años desapareció, sin que después se supiese cuál fue su paradero. No entraremos en largos comentarios acerca de esta historia.
Las dificultades que naturalmente sugiere su lectura, relativas al modo con que este hombre pudo acostumbrarse a un género de vida tan extraordinario, rompiendo la cadena de sus hábitos, y al de ejecutarse las funciones del sueño etc. Hacen sensible que su estado cercano al idiotismo haya privado de los datos necesarios para resolverlas, deduciendo consecuencias tan curiosas como interesantes. Haremos solo una observación. Este hombre conservaba fielmente la memoria de los lugares, cosa tanto mas notable, cuanto esta reliquia de inteligencia aparece casi aislada. Unida esta circunstancia a las consideraciones que ofrece su larga vida marina, ¿no haría presumir que acaso este hombre no hizo mas que obedecer al gran predominio del órgano de las localidades? Cuando este órgano tiene un desarrollo excesivo la afición que tienen algunos a la vida errante y la pasión a los viajes. Los hombres que están dotados en grado eminente de esta facultad, por viajar todo lo sacrifican, fortuna, riesgos, cariño, nada les detiene, nada puede reprimir su inclinación irresistible. Por lo que hace al caso presente, nuestra presunción no pasa de mera conjetura; pero a ser fundada, ¿no podrían los frenólogos reclamar este hecho como uno de los muchos que apoyan su luminosa doctrina?”
Me recordó al Hombre de la Atlantida.
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