En septiembre de 2003, miles de varones sudaneses acudieron a los puestos de socorro de la ciudad de Jartum convencidos de que una terrible enfermedad estaba haciendo encoger sus penes. El mal, que se transmitía por el mero hecho de dar la mano a un extranjero, adquirió tales proporciones que obligó a actuar a la policía y al ministerio de Sanidad. Este curioso fenómeno, conocido como Koro, es frecuente en otras zonas de África y especialmente potente en China, donde miles de hombres acuden cada año al médico con el convencimiento de que una rara enfermedad está haciendo desaparecer sus penes.
Los antropólogos han bautizado estas epidemias imaginarias como síndromes culturales, término que engloba a aquellas enfermedades propias de determinados grupos étnicos que en realidad no presentan más síntomas ni otra aparente causa que las propias creencias de quienes las padecen. En el mismo caso de la histeria ártica de los Inuits, la niebla cerebral del África occidental, el Hwabyeong coreano, la enfermedad del espíritu de las tribus norteamericanas o el famoso “mal de ojo” del que hablaban nuestras abuelas.
El denominador común de todos estos “males” es que sus poseedores enferman por la propia creencia, un hecho que entronca con lo que en Medicina se conoce como efecto Nocebo. Este fenómeno, una especie de reverso tenebroso del efecto placebo, provoca que un paciente empeore por el mero hecho de saber que está enfermo o porque se convence de que lo que tiene va a acabar con su vida.
La revista New Scientist documentaba hace unos meses el caso de un paciente llamado Sam Shoeman a quien, en los años 70, le fue diagnosticado un cáncer de hígado que le dejaba pocos meses de vida. Al cabo de unas semanas el paciente empeoró y murió, pero la autopsia reveló que los médicos se habían equivocado: el tumor era muy pequeño y no se había extendido. De algún modo, como dice la revista, Shoeman no había muerto de cáncer sino de saber que tenía cáncer.
Otro paciente, llamado Derek Adams, acudió a urgencias después de haber ingerido un bote de antidepresivos y estuvo al borde de la muerte hasta que el psicólogo que le trataba en un programa de pruebas indicó que aquellas pastillas en realidad no contenían nada dañino. Apenas quince minutos después, Adams se había recuperado milagrosamente de sus síntomas.
Para comprobar este particular resorte psicológico, Giuliana Mazzoni, de la Universidad de Hull, en el Reino Unido, hizo un experimento con estudiantes a los que pidió que inhalaran una muestra de aire normal y les dijo que podía contener una toxina que provocaba dolores de cabeza y náuseas. Al cabo de unos minutos, buena parte de ellos desarrollaron los síntomas de una enfermedad inexistente, multiplicado por el hecho de ver a otros compañeros enfermando.
El efecto nocebo es conocido por los médicos, que a menudo notan cómo los pacientes refieren molestias antes incluso de haber comenzado el tratamiento. Queda mucho por saber sobre el impacto de las creencias o falsas ideas en la salud, pero la realidad nos dice que somos capaces de convencernos a nosotros mismos de casi cualquier cosa. Un ejemplo reciente lo dejan los habitantes de la ciudad sudafricana de Craigavon, que llevan semanas pidiendo la retirada de una torre de telefonía a la que atribuyen todo tipo de alteraciones de la salud: desde dolores de cabeza a quemaduras y problemas para dormir. Y la compañía acaba de certificar que la torre lleva apagada desde octubre.
Los antropólogos han bautizado estas epidemias imaginarias como síndromes culturales, término que engloba a aquellas enfermedades propias de determinados grupos étnicos que en realidad no presentan más síntomas ni otra aparente causa que las propias creencias de quienes las padecen. En el mismo caso de la histeria ártica de los Inuits, la niebla cerebral del África occidental, el Hwabyeong coreano, la enfermedad del espíritu de las tribus norteamericanas o el famoso “mal de ojo” del que hablaban nuestras abuelas.
El denominador común de todos estos “males” es que sus poseedores enferman por la propia creencia, un hecho que entronca con lo que en Medicina se conoce como efecto Nocebo. Este fenómeno, una especie de reverso tenebroso del efecto placebo, provoca que un paciente empeore por el mero hecho de saber que está enfermo o porque se convence de que lo que tiene va a acabar con su vida.
La revista New Scientist documentaba hace unos meses el caso de un paciente llamado Sam Shoeman a quien, en los años 70, le fue diagnosticado un cáncer de hígado que le dejaba pocos meses de vida. Al cabo de unas semanas el paciente empeoró y murió, pero la autopsia reveló que los médicos se habían equivocado: el tumor era muy pequeño y no se había extendido. De algún modo, como dice la revista, Shoeman no había muerto de cáncer sino de saber que tenía cáncer.
Otro paciente, llamado Derek Adams, acudió a urgencias después de haber ingerido un bote de antidepresivos y estuvo al borde de la muerte hasta que el psicólogo que le trataba en un programa de pruebas indicó que aquellas pastillas en realidad no contenían nada dañino. Apenas quince minutos después, Adams se había recuperado milagrosamente de sus síntomas.
Para comprobar este particular resorte psicológico, Giuliana Mazzoni, de la Universidad de Hull, en el Reino Unido, hizo un experimento con estudiantes a los que pidió que inhalaran una muestra de aire normal y les dijo que podía contener una toxina que provocaba dolores de cabeza y náuseas. Al cabo de unos minutos, buena parte de ellos desarrollaron los síntomas de una enfermedad inexistente, multiplicado por el hecho de ver a otros compañeros enfermando.
El efecto nocebo es conocido por los médicos, que a menudo notan cómo los pacientes refieren molestias antes incluso de haber comenzado el tratamiento. Queda mucho por saber sobre el impacto de las creencias o falsas ideas en la salud, pero la realidad nos dice que somos capaces de convencernos a nosotros mismos de casi cualquier cosa. Un ejemplo reciente lo dejan los habitantes de la ciudad sudafricana de Craigavon, que llevan semanas pidiendo la retirada de una torre de telefonía a la que atribuyen todo tipo de alteraciones de la salud: desde dolores de cabeza a quemaduras y problemas para dormir. Y la compañía acaba de certificar que la torre lleva apagada desde octubre.
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